Nº 18 - Enero 2007
[ISSN 1886-2713] |
:::Garajonay:::Igual que nadie piensa hoy que los fieles de las diferentes confesiones religiosas veneran sus templos como si fueran deidades, tampoco tiene sentido considerar que las antiguas comunidades amazighes adoraban las rocas, cuevas y cumbres que integraban el amplio repertorio de sus lugares de culto. Otra cosa distinta es la lógica reverencia que se tributa al espacio donde el creyente contacta con la presencia divina que es objeto de su devoción. Sin embargo, esta constatación (tardíamente asumida por la investigación) no debe soslayar una creencia muy arraigada en esa milenaria cultura norteafricana: todo lo que existe tiene voluntad y consciencia, también aquellos elementos de la naturaleza que en el presente catalogamos como inertes. Una concepción que difumina las fronteras entre lo espiritual y lo sensible, algo muy relevante por lo que hace referencia a las rocas, pues a ellas se atribuye la representación del principio femenino de la esencia humana y la capacidad de fijar el alma vegetativa de los muertos. Ciertas fortalezas naturales, como el fenomenal Alto de Garajonay (1.487 m) que traemos en esta ocasión hasta nuestras páginas, parecen haber trascendido las pautas de organización socioterritorial y acogido santuarios de ámbito insular. Junto a espacios rituales de carácter más local, siempre ligados a elevaciones montuosas o rocosas que brindaban ese seno o matriz mística, estas eminencias orográficas debían ofrecer también un engarce singular y privilegiado para el colectivo reconocimiento cultural de las comunidades que poblaban la Isla, además de concretar el vínculo entre las instancias material, espiritual y divina que caracteriza su diseño cosmogónico.
Por eso, en primera instancia llama un poco la atención que el orónimo Garagonache, tal es su forma original, nos hable de un varón. Ahora bien, basta el más leve vistazo por la geografía insular y su profusa colección de topónimos que, de una manera u otra, aluden a la figura de los adivinos, para entender la enorme preponderancia sociocultural que debió acompañar a estos personajes. Porque, más allá de las pequeñas dudas analíticas que aún subsisten respecto al alcance morfosemántico del enunciado, esta locución significante con valor substantivo también se refiere a un hombre con esas cualidades mágicas. Sólo las deformaciones gráficas que ofrece la transmisión textual, Jarajona, Garagona, Garagonay, Garagonohe o Garajonay, ya dan una idea de la compleja composición de este nombre. El doctor Marín de Cubas (1694, II, 13), hemos de presumir que bien informado por la colonia gomera deportada en Gran Canaria, traslada la formulación fonética más fiable: Garagonache, esto es, Gar-g-Wunziz, pues la palatalización del radical alveolar (z > š), cambio perfectamente acreditado en la generalidad de la lengua amazighe, induce a contemplar su faringalización continental (z > z) como un fenómeno adventicio más o menos reciente. Así, el nombre de estado gar, vocalizado gara, señala el ‘hecho de ser superior, mejor o mayor’, una ‘preeminencia física o moral’ que se asocia a quien es ‘inteligente, sensato, prudente, juicioso, razonable’ y ‘clarividente’, acepción esta última atestiguada también en El Hierro, Gran Canaria y Tenerife para la base [N•Z]. Aunque un tanto más inconcreta queda la textura de esa relación entre ambos términos, enlazados por una preposición g (‘en’) que suele cumplir funciones verbales (‘tener’). De ahí que un ‘adivino que tiene, es o está en la máxima altura’ puede admitirse como la traducción más ajustada. Quizá la mejor y más trágica manifestación de ese carácter sagrado del Garajonay se comprueba en el episodio terminal del sojuzgamiento europeo de la Isla, cuando la población gomera, muerto su «hombre legítimo» (Hautacuperche) durante el ataque a la Torre del Conde, acude hasta su entorno para obtener el refugio natural y místico que salvara su libertad. El texto redactado por Juan de Abreu Galindo [(ca. 1590) 1977: 251-252] nos relata el final de la rebelión isleña de 1488 y su posterior represión: Habíanse recogido los culpados, con otros muchos gomeros, a una fuerza que se dice Garagonohe, que no se podía entrar por fuerza; y [los europeos] acordaron que, para prenderlos a su salvo, convenía asegurarse de los demás gomeros, porque acaso, viéndolos maltratar, no fuesen en ayuda de los demás culpados. Y dieron orden que se hiciesen las honras de Hernán Peraza y se diese un pregón, que todos los gomeros viniesen a la iglesia, a estar presentes a las honras, so pena de ser tenido por traidor el que no viniese, y ser culpado en la muerte de su señor. // Pedro de Vera fué a la fuerza donde los delincuentes estaban alzados, y al fin los prendió, con buenas palabras y promesas que les hizo. Los llevó al pueblo, y condenó a todos los del bando de Orone y Agana a muerte por traidores, a los de quince años arriba. Pero, con frecuencia, será la leyenda la encargada de evocarnos el pasado ínsuloamazighe del lugar. Nos referimos a la historia de amor protagonizada por Gara, una princesa gomera, y el intrépido guanche conocido por el nombre de Jonay. La tradición nos explica cómo el joven, movido por la curiosidad, navega sobre unos odres inflados hasta llegar a las costas de la isla vecina, donde la isleña lo encuentra y hospeda en la cueva de su familia. Gara y Jonay no tardan en enamorarse, pero su idilio dura lo que tarda en descubrirlo el entorno de la joven: su padre se opone a la relación y exige que Jonay abandone La Gomera de inmediato. Los jóvenes no aceptan la imposición del cabeza de familia y deciden iniciar una huida que les lleve a algún lugar donde poder dar rienda suelta a su amor apasionado. Al llegar al Alto de Garajonay y sabiéndose atrapados por sus perseguidores, afilan por ambos lados una vara de madera que colocan entre sus cuerpos. Tras fundirse en un mortal abrazo, la vara atraviesa sus corazones, uniéndolos para siempre en la memoria. Gara y Jonay: Garajonay. Pero, en realidad, como ya hemos anotado en alguna que otra ocasión –y como puede deducirse de nuestro análisis etimológico de la voz Garagonache–, ni Gara ni Jonay pudieron dar nombre a la montaña, pues no hubo isleños llamados de tal forma: ninguno de estos dos antropónimos fue utilizado como tal en las antiguas sociedades amazighes de Canarias. Es por eso que, en contra de lo que la leyenda describe, fue la montaña quien los bautizó a ellos y no al revés. En la actualidad, el Garajonay es una comarca natural de extraordinaria belleza e importancia, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO hace ahora dos décadas. Sus casi cuatro mil hectáreas albergan una de las más impresionantes comunidades vegetales del Archipiélago, el bosque de laurisilva que caracterizó el paisaje del norte de África y el sur de Europa durante la era terciaria. Factores como la ausencia de actividad volcánica durante los últimos dos millones de años, en una isla cuya línea de cumbre ronda los 1.100 metros de altitud media, han favorecido que la constante presencia del alisio fertilice con su lluvia horizontal incluso la vertiente meridional. Según las condiciones de altitud y exposición, nos encontramos con diferentes composiciones florísticas. Así, el til (Ocotea foetens), el viñático (Persea indica) y el naranjero salvaje (Ilex perado ssp. platyphylla) dominan las áreas más umbrosas, preferentemente vaguadas y fondos de barranco. El mocán (Visnea mocanera) y el barbuzano (Apollonias barbujana) gustan de zonas más soleadas e incluso llegan a asociarse con especies termófilas. El laurel (Laurus novocanariensis) y el palo blanco (Picconia excelsa) son ejemplos de especies que muestran gran versatilidad en la ocupación de distintas áreas. Y, por último, acebiños (Ilex canariensis), fayas (Myrica faya) y brezos (Erica arborea), que son las especies más resistentes, se pueden encontrar en las zonas menos favorecidas o en las cotas más altas y expuestas de este mágico lugar. Pero tan sólo hemos esbozado unas pinceladas generales de lo que ofrece este extraordinario bosque, pues es preciso añadir una gran cantidad de endemismos insulares, como: el mato blanco (Pericallis hanseni), el faro gomero (Genospermum gomerae), la arcila (Pericallis steetzii), el taginaste azul (Echium acanthocarpum), la gacia gomera (Teline gomerae), la tabaiba de monte (Euphorbia lambii), el bejeque (Aeonium rubrolineatum), la tajora (Sideritis gomerae) y, cómo no, dos curiosidades: el naranjo salvaje de Pajarito (Ilex perado ssp. lopez-lilloi) y el aún discutido barbuzano blanco (Apollonias barbujana ssp. ceballosi). Otras rarezas amenazadas resisten en este baluarte de vida y, conjugadas con el resto de sus congéneres vegetales, forman la bella estampa de un tiempo ancestral, hábitat de otros seres vivos no menos interesantes. Entre su fauna, sorprende sin duda la copiosa presencia de invertebrados, que ronda el millar de especies, con un centenar y medio de ellas endémicas de esta comarca, como el saltamontes (Acrostira bellamyi), siempre camuflado en el follaje. Por lo que hace referencia a los animales vertebrados, reptiles y aves se reparten los papeles estelares. El lagarto gomero (Gallotia caesaris gomerae) y las palomas rabiche (Columba junoniae) y turqué (Columba bolli), endémicas de Canarias, encuentran aquí un asentamiento privilegiado que comparten, entre otros, con el gavilán (Accipiter nisus granti), la gallinuela (Scolopax rusticola), el cernícalo (Falco tinnunculus ssp. canariensis), el búho chico (Asio otus canariensis) o la aguilla (Buteo buteo insularum), el ave de mayor envergadura.
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