Nº 18 - Enero 2007
[ISSN 1886-2713] |
:::Attidamana:::Suele suceder en las comunidades antiguas que la historia, la leyenda y el mito a menudo entrecruzan sus fronteras. Sus ingredientes se mezclan y conforman una realidad tal vez un tanto confusa para nuestra mentalidad analítica, pero muy vívida y tangible para aquellas gentes y su devenir cotidiano. Más que en otro momento de la evolución humana, la memoria alienta entonces como un conjunto de conocimientos y creencias en torno al mundo, la naturaleza social de la persona y el sentido de la existencia. Pero, con alguna frecuencia, ocurre que buena parte de la información disponible en la actualidad acerca de ese pasado proviene de fuentes extranjeras. Datos geoestratégicos y noticias socioculturales constituyen sus principales objetos de interés, más orientados –qué duda cabe– a preparar expediciones de conquista y colonización que a extender los confines del entendimiento y la convivencia. Por todo esto, es preciso proceder siempre con mucha cautela a la hora de examinar el contenido y el alcance social de esas narraciones, que desempeñaban un papel muy destacado en la definición de las identidades colectivas. Y la fijación de un antepasado común (real o mítico) ocupó quizá la posición más importante entre esos mecanismos de integración, pues a partir de este antecesor se establecían los lazos genealógicos que configuraban los linajes, clanes y tribus donde el sujeto adquiría su condición de ser humano. Porque la personalidad individual se forjaba como una simple expresión de la consciencia colectiva. El linaje, por ejemplo, un grupo de parientes que remontan su filiación a un ascendiente concreto y compartido, no aportaba tan sólo un eslabón en una cadena más amplia de allegados. En realidad, era el verdadero depositario de ciertos bienes, derechos y obligaciones. La historia de Attidamana nos ilustra precisamente acerca de esta constitución segmentaria de las antiguas sociedades isleñas, como ya nos anuncia el sentido de su nombre, ‘(la que) transmite la herencia’. Las crónicas coloniales cuentan que se trató de una doncella galdense muy persuasiva, inclinada a mediar en las frecuentes disputas socioeconómicas que solían agitar a los jefes (varones) de las diversas fracciones tribales de la Isla. Pero éstos, conforme pasaron los años, prestaron menos atención a su arbitraje y persistieron en las querellas intestinas. «Afrentada de haber sin ocasión perdido el crédito», según nos explica Juan de Abreu Galindo (ca. 1590, II, 7, fol. 46v), decidió casarse con Gumidafe (‘Jorobado’), uno de estos jefes, residenciado también en la próspera comarca de Gáldar, justo en unas cuevas que poseían la nada casual denominación de Facaracas (o ‘Gran Can’, la constelación de la estrella Sirio que regía la organización calendárica insular). Ambos «hicieron guerra a todos los demás capitanes» y colocaron la Isla bajo su dominio. Parece haber heredado dicha autoridad centralizada un hijo del matrimonio, Artemi (‘Hunde’), que desempeñaría esta responsabilidad cuando, a comienzos del siglo XV, Jean de Béthencourt comenzó la ocupación europea de las Islas. Otras fuentes, en cambio, apuntan que el poder recayó en dos hijos del matrimonio (o bien de Artemi, esto no queda claro), que gobernaron sendas parcialidades desde Gáldar y Telde, respectivamente. Y así sería hasta la finalización oficial de la conquista de Canaria en 1483. Para designar esa alta dignidad institucional se acuñó la expresión gua(d)narteme (‘éste (de aquí es) de Artem’), de manera que el ejercicio de la jefatura quedara expresamente vinculado al primer mandatario único, descendiente directo de los unificadores o, tal vez, otro nombre por el que fue conocido Gumidafe. Se consumaba así la apropiación de funciones políticas por el linaje que desde entonces se apellidó Mídeno (‘los humanos legítimos’) y reservó a sus miembros el título de Semidán (‘honorable’), aunque sólo a las mujeres correspondía la transmisión de esa herencia.
Autor: Ignacio Reyes |
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