Nº 18 - Enero 2007
[ISSN 1886-2713] |
:::Las harimaguadas:::Por norma general, las fuentes documentales del pasado prehispánico de Canarias ofrecen una imagen sesgada e incompleta de nuestros ancestros. Analizan la realidad isleña desde un punto de vista externo, contaminado por la constitución cultural del observador. Por eso, lo más adecuado es acercarse a estos textos de forma crítica. Preparadas para la vida adulta El caso de las harimaguadas no es una excepción a la norma. La doncellez y el encierro que las caracterizaba favoreció que los cronistas, influidos por la mentalidad religiosa y monacal de la época, las representaran como monjas o sacerdotisas. Así, mientras la crónica Ovetense [(1639) 1993: 162] anota que los guanartemes tenían «casas de Doncellas encerradas, a manera de emparedamiento», el códice Lacunense [(ca. 1554) ca. 1621: 25v y 1993: 224] afirma «que oy llaman monjas, a estas [...] maguadas». Encontramos connotaciones similares en el testimonio recogido por Abreu Galindo [(ca. 1590) 1977: 156]: Entre las mujeres canarias había muchas como religiosas, que vivían con recogimiento y se mantenían y sustentaban de lo que los nobles les daban, cuyas casas y moradas tenían grandes preeminencias; y diferenciábanse de las demás mujeres en que traían las pieles largas que le arrastraban, y eran blancas: llamábanlas magadas. Sin embargo, para precisar el objetivo final de este colectivo de mujeres, es necesaria una lectura detenida de las fuentes y una mejor contextualización de los hechos dentro del ámbito cultural y religioso de las antiguas sociedades amazighes del Archipiélago. En esta línea, el estudioso que más tiempo ha dedicado a explorar el papel de la mujer en la vida isleña, el Sr. Pérez Saavedra [(1982) 1997: 142], interpretó el fenómeno de las (hari)maguadas como un caso de reclusión de menstruantes novicias, de muchachas púberes (mawwad) que se preparaban para ser esposas: «una modalidad de los ritos de paso, de pubertad o iniciación a la vida sexual adulta, tan corriente en las sociedades primitivas». Todos los datos disponibles señalan que le asiste la razón cuando observa que las (hari)maguadas no consagraban su virginidad a ningún dios ni se recluían por espíritu ascético, sino que, al cuidado de mujeres expertas, eran instruidas en todo lo relacionado con el matrimonio –concebido más como destino que como posibilidad– y la maternidad. Era precisamente su condición de futuras madres –además de la pureza que se asociaba a la virginidad– el nexo que las unía con lo sobrenatural. Baños y rituales El encierro de las jóvenes se veía justificado por un tabú de contacto muy arraigado en la cultura amazighe: el temor a la sangre –en este caso, la sangre de la menstruación. Según las fuentes etnohistóricas, las novicias sólo salían de su recogimiento para bañarse a solas en la mar, para participar en algunos rituales colectivos relacionados con la lluvia y para su casamiento. Los baños purificadores, que en ningún caso eran exclusivos de las (hari)maguadas, debían efectuarse al término de las menstruaciones. El agua del mar cumplía su función como desinfectante de las presuntas impurezas sexuales, al tiempo que se le atribuía cierto poder fertilizante. Por su parte, los hombres tenían terminantemente prohibido asistir a los lavatorios: «íhauían de ir solas auíadía díputado para esso y assí sauíendolo, ono, tenía pena delaVida el hombre que fue auerlas oencontrarlas í hablarlas» [Gómez Escudero (ca. 1484) 1934: 67v]. En cuanto a la participación de estas jóvenes en determinados rituales, Abreu Galindo recoge en su Historia el siguiente episodio: Cuando faltaban los temporales, iban en procesión, con varas en las manos, y las magadas con vasos de leche y manteca y ramos de palmas. Iban a estas montañas [Tirmac y Umiaya], y allí derramaban la manteca y leche, y hacían danzas y bailes y cantaban endechas en torno de un peñasco; y de allí iban a la mar y daban con las varas en la mar, en el agua, dando todos juntos una gran grita [Abreu (ca. 1590) 1977: 157]. Los paralelismos entre este ritual y la Fiesta de la Rama, celebrada hasta nuestros días por las gentes de Agaete (Gran Canaria), parecen evidentes. Y es que, desde tiempos remotos, los ritos de fertilidad han sido de vital importancia para los pueblos amazighes. De todos modos, el protagonismo de las (hari)maguadas en este tipo de actos no es suficiente para catalogarlas como sacerdotisas. En opinión del Sr. Pérez Saavedra [(1982) 1997: 156], «dicha participación no constituye su fin originario, ni las define, ni es fundamental». Tal vez, las únicas féminas susceptibles de recibir el grado de sacerdotisas sean aquellas maestras que se encargaban de instruir a las novicias. No obstante, hemos entrado ya aquí en el terreno de las conjeturas, porque todas las características expuestas hasta ahora guardan no poca coincidencia, por ejemplo, con las vestales romanas. Y es que la existencia de cosas, personas o grupos específicos a los que se les reconocen cualidades benéficas o profilácticas, que, además, pueden transmitir, menudea en toda la cultura amazighe. Es el caso del color blanco, de ciertos roques sagrados o de los conocidos “hombres mascotas” (o “legítimos”), que también gozaban de una protección divina que transferían a sus acciones. Localización y etimología El estudio del caso de las harimaguadas presenta una dificultad añadida. A lo largo de los años, al transmitirse la información de autor en autor, la descripción inicial de este colectivo femenino parece haber sido adulterada en algún pasaje. Tal vez el ejemplo más claro sea el que nos proporciona Antonio de Viana, quien parece haber sido pionero en extrapolar el término ‘harimaguada’ a la isla de Tenerife. Hasta la publicación de su Poema, las fuentes lo habían aplicado exclusivamente a la isla de Gran Canaria, si bien es cierto que en la crónica del conquistador toledano Antonio Cedeño [(ca. 1490) 1993: 378] ya se habla de «Harimaguadas» tinerfeñas. Aún así, se sospecha que ésta y algunas otras referencias similares fueron introducidas en la copia que Marín de Cubas (1682-1687) realizó del manuscrito. Viana llama ‘harimaguadas’ a las «bautizadoras» guanches documentadas en la obra de Espinosa, extremo que, según Pérez Saavedra [(1982) 1997: 157], «carece de fundamentación histórica», y se perpetúa, de manuscrito en manuscrito, desde la edición de las Antigüedades. Sin embargo, un análisis etimológico de la voz ‘harimaguada’ puede aportarnos datos reveladores. El vocablo presenta varias lecturas pertinentes, aunque lo más probable es que proceda de la construcción ínsuloamazighe ary_m-awwad, cuya traducción más ajustada es la de ‘(mujer) virgen que contrae parentesco (o protege)’ [Reyes 2006: 56]. Una relación de parentesco que también caracterizaba a las «bautizadoras» de Espinosa [(1594) 1980: 35]: Acostumbraban [...] cuando alguna criatura nacía, llamar una mujer que lo tenía por oficio, y ésta echaba agua sobre la cabeza de la criatura: y aquella tal mujer contraía parentesco con los padres de la criatura, de suerte que no era lícito casarse con ella, ni tratar deshonestamente. Aunque resulte bastante difícil acotar el verdadero estatuto social y religioso de esta comunidad femenina tan particular, parece oportuno insistir en que la etimología de los conceptos arroja algunas certidumbres útiles para el análisis etnohistórico. La voz harimaguada (ary_mawwad), corrompida en marimaguada por los españoles [Gómez Escudero (ca. 1484) 1993: 435], contiene una cualificación particular, el ‘parentesco protector’, sobre la expresión maguada (mawwad), que remite sólo a la ‘adolescente o virgen’. En ambos casos estamos en presencia de agentes o portadoras de un caudal de ‘pureza benéfica que canalizan a través de sus acciones’, pero también ante una distinción cualitativa que bien puede hacer referencia a la condición de ‘maestras’ y ‘pupilas’, respectivamente. En todo caso, nada aconseja dar por cerrada la caracterización definitiva de este colectivo tan importante para la vida ritual y económica de las sociedades ínsuloamazighes.
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