Nº 17 Diciembre 2006
[ISSN 1886-2713] |
:::La voz de la sangre:::Desde luego, no constituye una prueba de gran agudeza intelectual señalar el nacimiento como condición indispensable para establecer un parentesco natural. Así ocurre en la cultura latina, donde el hecho de dar a luz o parir, un acto productivo en su etimología indoeuropea, desencadena la creación del vínculo familiar. En el mundo amazighe, se constata una formulación similar a través de la raíz [L], que, de alguna manera, incluso recoge también derivaciones semánticas relacionadas con el ejercicio del poder. Sin embargo, el lexema ha ido perdiendo vigencia a la hora de fijar esos nexos personales en favor de otras expresiones no menos antiguas. Resulta difícil saberlo sin estudios diacrónicos suficientemente desarrollados, pero parece que la base [M•S], presente ya en textos líbicos, ofrece la imagen lingüística más antigua para la idea de ‘parentesco’. Remite, aun hoy, al verbo ‘ser, existir’ y, en la complicada genealogía del linaje guanartémico, cierto antropónimo nos brinda una huella bastante nítida de su presencia en el Archipiélago, aunque algo enigmática por lo que hace referencia a su verdadero alcance sociolingüístico. Masaquera, hija de Guayasen Mídeno, jefe del poderoso bando de Gáldar cuando García de Herrera trata de dominar la Isla, admite dos lecturas razonables: de una parte, el compuesto mas(sa)-aqqer, como ‘pariente próximo o señora del cielo’, congruente en ambas opciones con el pensamiento cosmogónico y la mitología política insular; y, de otro lado, en una dimensión más sociohistórica, massa-Aqqera(-t), esto es, ‘señora de (la tribu) Aquera’, en alusión quizá al topónimo Aquerata, uno de los diez distritos o fracciones que integraban la estructura socioterritorial de la Isla. Bien como la ‘propietaria’ que indica mässa o bien como el ‘lazo familiar’ que aporta la voz (a)mas, vemos que el lexema [M•S] destaca sobre todo el hecho de la existencia antes que el de la emergencia o generación, ya sea del sujeto o de su tejido de relaciones (familia, linaje, clan o tribu). Y en ese ámbito de constataciones, el punto de partida parece reservado a la consanguinidad, aunque haya algún otro y, en cualquier caso, llegue a incluir los pactos y adopciones entre sus referencias. La raíz [D•M] marca sin duda la correspondencia principal entre la ‘sangre’ y el ‘parentesco’, natural o adquirido a través de alianzas sociales, hasta dar forma además a la noción de ‘etnia’ y ‘tradición (narración) histórica’. Unos valores que figuran también en la cultura insular. Aunque casi siempre se emplea en plural (idamman), el lenguaje poético, a menudo envuelto en episodios trágicos, mantiene el uso del singular (adim, idim, ddem) para mostrar una ‘gran cantidad de sangre’. Y he ahí el valor semántico que nos traslada la famosa endecha canaria, transcrita por Torriani (1590, LIX), en su tercer verso: Maicà guere; demacihani o, en notación actual, May-ik gere, dem-a 'ši hanyi, es decir, ‘tu madre está muerta y el cuello ha entregado la sangre’. Un dato muy relevante a la hora de confrmar el espectro significativo de este lexema también en Canarias, pues el substantivo árabe damun (‘sangre’) ha llevado a pensar más en un préstamo que en un posible antecedente común afroasiático. Pero el ejemplo isleño más notorio lo encontramos en el nombre de la legendaria unificadora Attidamana, personaje mítico o histórico en el que un determinado linaje de la comunidad canaria depositó la legitimidad de su dominación social. Pese a la radical transformación política que pretendía introducir este grupo, en un horizonte de centralización protoestatal del poder, la constitución ideológica de su legalidad retoma todavía la herencia matrilineal como fundamento de su reproducción. Así, el compuesto atti-idamman concreta la identidad y transmisión de ese legado con un ‘lazo consanguíneo’ determinado. El vocabulario adscrito a las diversas instancias de la mitología social seguro que debió contener manifestaciones semejantes. Ahora bien, los informes etnohistóricos sólo nos proporcionan otra muestra a partir del mito fundacional de la población guanche. Cuenta la tradición que los primeros 60 colonos amazighes fijaron su residencia cerca de Icod, en un lugar que llamaron Alzanxiquian abcanahac xerax, lo cual, en notación moderna, rezaría Als-ângh ikiyan abz a-nn ahaz Ahgher-agh. Pero difícilmente una secuencia tan corta podría aclarar tantas cosas. En primer lugar, la frase no deja dudas acerca del carácter inaugural o constitutivo de este asentamiento, cuyos protagonistas lo habrían vivido como un ‘nuevo comienzo’ (als-ângh). Pero, además, se trataría de un inicio donde se sitúa el ‘origen del ayuntamiento’, el ‘núcleo de la reproducción social’ (ikiyan abz) de esa comunidad. Porque, como no cabía esperar que fuera de otra manera, quien hunde sus raíces en aquel territorio, completando así la legitimación ideológica de esta herencia, es el ‘hijo de Dios’ (ahaz Ahgher-agh) o, de forma más literal, ‘el que está próximo (ahaz), acaso también por la sangre, al que sostiene (agh) el firmamento (ahgher > aqqer)’. Una idea de honda tradición en la cultura amazighe y que, en Canarias, queda muy bien documentada en Tenerife. En efecto, por rara hemos de tener cualquier expresión relacionada con la jefatura que no explicite esa condición troncal de los menceyes, como demuestran los alegatos rituales que validan sus ceremonias de investidura. El hueso del epónimo y su conexión manifiesta con ese dios ‘celestial’ o Acorán (Aqqoran), ingredientes indispensables de esta edificación mítica, transfieren al nuevo jefe, por lo general electivo, una cualidad distintiva entre toda la población: desde el momento de su proclamación, encarna el ikiyan o edir ancestral, la ‘raíz, tronco u origen’ de la comunidad (tunwat). Un proceso que permite a cada uno de los miembros de la sociedad, huérfanos por la muerte del mencey anterior, recuperar su condición de guayo (wayyaw) o ‘descendiente’ en ese árbol cosmogónico e identitario. Autor: Ignacio Reyes |
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